A menudo el ruido mediático que generan algunas acciones, particularmente provocadoras, llevadas a cabo en nombre de la cultura de la cancelación, dan lugar a que el debate sobre la misma se plantee en el plano de lo más aparatoso (por ejemplo, el episodio iconoclasta susceptible de ser llevado en portada por diarios en papel y digitales), sin ni siquiera empezar a abordar los supuestos doctrinales en los que sus protagonistas afirman basarlas.
Pero, sin duda, conviene adentrarse, aunque sea un poco, en esa dimensión propiamente teórica, y no dar por descontada una identificación completa entre lo woke y la cultura de la cancelación, no fuera a ser que lo llamativo nos estuviera distrayendo de pensar en lo importante. En ese sentido, tal vez también resulte conveniente dejar de lado ahora, desde el punto de vista metodológico, el hecho, en sí mismo poco cuestionable, de que las acciones más disruptivas, y por ello más resonantes, protagonizadas por los partidarios de lo woke, con frecuencia aparecen atravesadas más por la lógica del resentimiento, la venganza o el castigo, que por la búsqueda de la libertad o la emancipación, según han señalado entre nosotros autores alineados inequívocamente con la izquierda como Antonio Gómez Villar o Jorge Lago, por mencionar dos de los que han escrito sobre este asunto más recientemente.
Pues bien, el presupuesto teórico de fondo sobre el que se basan los mencionados partidarios de lo woke, críticos a su vez del universalismo ilustrado (al que tienden a adjetivar, no sin cierta ligereza, como liberal) bien podría sustanciarse en la siguiente tesis: históricamente, apelar a lo universal abstracto ha sido uno de los vehículos privilegiados para la exclusión, un modo de legitimar la dominación, a base de naturalizar lo que en realidad representa una perspectiva particular. Parece obligado detenerse en este punto, porque probablemente constituya la clave de bóveda de uno de los debates más importantes que hoy se plantea en el espacio público. Empecemos por señalar que no cabe aceptar sin discusión la tesis aludida, como si se tratara de una constatación fáctica, cuando no es así. Habría que decir más bien que el contenido de verdad que alberga aquella afirmación sobre lo universal puede desarrollarse en diversas direcciones. Una sería la que conduce a lo trivialmente verdadero. Descalificar una propuesta de pretensiones universalistas con el argumento de que surgió en un determinado contexto histórico-social, como si ello redujera su validez al estricto ámbito en el que se formuló por vez primera, terminaría por arruinar por completo todas las propuestas que hayan podido presentarse a lo largo de la historia (¿o es que acaso hay alguna propuesta que no haya surgido en una concreta intersección espacio-temporal, exceptuando tal vez la de Las Tablas de la Ley, recibidas por Moisés en el monte Sinaí directamente del Ser Trascendente por excelencia?).
Otra dirección, de mayor interés, es la que suelen presentar algunos críticos de la universalidad ilustrada al inferir, a partir de la constatación de la irreductible particularidad incluso de lo que se pretende más allá de ella, un cambio en su estatuto teórico. Porque se desprendería de dicha constatación la evidencia de que, en realidad, lo que se está oponiendo a las prácticas de las nuevas identidades (con la cancelación en lugar muy destacado) no es otra cosa que una identidad más, la identidad de los que presumen de no tenerla. Desde un punto de vista puramente formal, el argumento recuerda sobremanera al utilizado por muchos nacionalistas habitualmente denominados periféricos, empeñados en atribuir absolutamente a todo el mundo su misma condición. Repárese en que se trata de un argumento de imposible refutación: quien rechaza la atribución de nacionalista que se le pretende endosar se ve tipificado automáticamente como un nacionalista que ignora que lo es.
Una tercera dirección sería la que, por simplificar algo abruptamente el asunto, no plantearía la universalidad como un punto de partida, sino más bien como un horizonte. No cabría hablar entonces de un fundamento universal previo, al igual que ni sentido tendría pensar que la universalidad puede fundarse por decreto. No resultaría procedente decir, al modo de la descripción de un dato de hecho consumado, “universal es aquello que comparten todos los seres humanos”, sino más bien “universal es aquello que merece ser compartido por toda la humanidad”. A sabiendas de que ese merecimiento se da en la historia, por ejemplo, a través de la lucha y la consecución de nuevos derechos. Pero es precisamente esta condición abierta, esta disponibilidad para ir ensanchando el territorio de lo predicable absolutamente de todos, lo que define a la aspiración ilustrada a la universalidad e impide -remachemos el clavo- pensar en esta en términos de una identidad más. Tan es así que, en varios de sus trabajos recientes, Javier de Lucas ha propuesto y argumentado la pertinencia, en determinados contextos, de sustituir el término universalidad por el de universabilidad.
Esta última opción nos permite adentrarnos en el debate en el ámbito, más complejo de lo que se suele afirmar, de lo woke con un instrumento más afinado que la descalificación absoluta, global (al bulto, si se me permite la expresión). Porque bajo dicho rubro se subsumen planteamientos que mantienen una relación claramente diferenciada con la expectativa de universalidad. No cabe soslayar que en muchas ocasiones lo que de inicio se presenta como una reivindicación de respeto a determinadas diferencias, termina sustanciándose en la pretensión de creación de una comunidad identitaria, ciertamente ajena a los valores universalistas. De la misma manera que luchas inequívocamente relacionadas con un horizonte de universalidad, pueden en un momento determinado adoptar una deriva que las aleje de dicho horizonte y las haga proclives a la tentación de crear específicas comunidades identitarias. Aunque no es menos cierto también que pueden darse fenómenos de combates sociales, como el librado por la igualdad de la mujer, o contra el cambio climático, que, por más que a menudo sean subsumidos bajo el rubro de lo woke, tienen que ver con categorías probadamente universalistas.
Una buena prueba de que la dinámica integradora por la que aquí estamos apostando resulta no solo posible, sino también viable, la encontramos en el ámbito de los derechos. Porque es gracias a dicha dinámica que la Declaración Universal [sic] de los Derechos Humanos de 1948 ha podido ir siendo modificada, de tal manera que hoy hablamos ya, con toda naturalidad, de generaciones de derechos humanos (cuatro, para ser exactos) que incorporan nuevos ítems que se han ido considerando ineludibles con el paso del tiempo y con la evolución de nuestra sociedad. Desde esta perspectiva se apreciará mejor cuánta razón albergaba la afirmación de Gregorio Peces Barba según la cual el fundamento de dicha Declaración no se encuentra fuera de ella, sino en el hecho mismo de que es una declaración, esto es, una acción humana con aspiraciones a ir más allá de lo meramente coyuntural, mazmorra en donde algunos canceladores parecen empeñados en encerrarnos.
En todo caso, se impone escapar de la disyuntiva perversa que parece constituir el nervio de nuestro presente, entre otras cosas, porque es ahí donde parece estarse dilucidando nuestro futuro. Una disyuntiva que no contempla más opciones que la de un universalismo abstracto, incapaz de reconocer las contradicciones y antagonismos reales que atraviesan nuestra sociedad, y una cultura de la cancelación incapaz de distinguir entre lo histórico y lo coyuntural, y, por ello mismo, incapaz de ir más allá de lo reactivo y de dibujar una senda propia y alternativa hacia la emancipación de la humanidad.
(*) Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado.